lunes, 10 de septiembre de 2018

Perdida en la noche


Era una mujer triste, surcada por las cicatrices de la vida había ido abandonando sus pasiones y acomodándose a lo que sus seres queridos esperaban o necesitaban de ella. Poco a poco se fue diluyendo en la cotidianeidad y sólo la satisfacción de las cosas bien hechas la hacía sentir algún atisbo de satisfacción.
Y se creyó que podría vivir siempre así, sin sobresaltos, sin pasiones que la llevasen más allá de las convecciones. 
Seguía siendo un poco oveja negra, un poco rebelde, un poco rara y caprichosa, lo justo para sobrevivir pero en lo esencial su vida estaba perfectamente fiscalizada. Y eso que no se había casado, no había bautizado a sus hijos, se negaba a que las instituciones decidiesen sobre su vida y no participaba en los eventos sociales o festivos cargados de hipocresia que montaban por doquier. Pero en el fondo sabía que la habían domesticado, que la vida deseante estaba lejos de ella, que las rejas las llevaba dentro y era ella sola la que no se permitía ser y sentir la vida en toda su intensidad. Porque esa intensidad la había cambiado por la seguridad, esa posibilidad de gozo mutó en certeza de saber lo que se tiene. Y la aridez y la esterilidad lo abarcaban todo. 
Afortunadamente siempre tuvo la literatura para escapar de la realidad, pero eso era todo.
Necesitaba que sucediese algo que la obligase a salir de esa cómoda muerte y salió a buscarlo.
Apenas recordaba los locales a los que iba en su juventud pero intento encontrarlos en el viejo barrio en el que fue tan feliz y estuvo tan viva. Las mariposas en el estomago se instalaron en el momento que puso un pie en las familiares y oscuras callejas. 
En el primer sitio que entró pidió un ron, tenía frío y el alcohol bajo por su garganta ardiendo y llevándose con él la ansiedad que le asfixiaba. Sonaba un jazz provocador y gamberro, y se sentía tan bien que se puso a bailarlo. Nadie se fijaba especialmente en ella y esto la hizo sentir bien. En las paredes del local había pinturas antiguas de cantantes de jazz, el local estaba sucio y muy destartalado, abarrotado de las cosas más dispares como su clientela pero todos los que allí bebían parecían encontrarse muy a gusto, como si nadie tuviese que justificarse de ser quien era. Eso le gustó, le hizo sentir cómoda, la reconcilió consigo misma.
Hubiese querido seguir caminando y descubriendo otros lugares y gentes pero se encontraba tan bien que pidió una cerveza y se acercó a una mujer que estaba sentada en la barra. Empezaron a hablar de cosas sin importancia y pronto se dió cuenta de cuanto tenían en común, de cuanto aliviaba descubrir que no era alguien raro y excentrico sino solo alguien que se atrevía a quejarse, a buscar, a perder, a mejorar, a cambiar, a rebelarse, a perseguir sus sueños y, al final de la noche, borrachas perdidas, juntas fueron al baño y con el pintalabios de ella se pintaron una gran sonrisa que las liberó de sus trisrejas.



"Ven, noche,
y borra los caminos:
¡Que no sepa yo por
dónde!"
Isabel Escudero

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