domingo, 30 de septiembre de 2018

Aprendiendo a volar


Parecía un día cualquiera, salí a tomar el aire y paseando por los cerros del pueblo me aleje mas de lo habitual. Hacía un día tan perfecto, el aire era fresco y ligero y yo necesitaba sentirlo en mi piel así que me quite la chaqueta y aceleré el paso.
Me sentía tan abrumada, tan asustada con mis emociones, tan atrapada en mi atareada cotidianeidad que no encontraba sosiego en el paseo y mis piernas avanzaban a paso rápido por entre los matojos que cada vez se hacían mas espesos y difíciles de sortear. Adoraba perderme por esos montes, en ellos siempre me sentí libre, su belleza aturdía mis sentidos y su grandeza me hacía sentir la insignificancia y escaso valor de la mayoría de cosas del mundo pero, con mi estado de ánimo, el paseo solo conseguía esta vez aumentar mi ansiedad.
Giré a la izquierda y allí estaba, sentado al borde del camino con un fardo indescriptible del que colgaban los cachivaches más inverosímiles, tranquilo y sereno como si el monte fuera su hogar.
Me miró abiertamente y me sonrió. Me preguntó que quien me perseguía y entonces me dí cuenta que estaba huyendo.
Era extraño y al mismo tiempo parecía lo mas natural del mundo que estuviese allí en medio del monte y en ese preciso momento; me senté cerca, sofocada por la caminata y cansada, como si fuese una cita a la que había llegado un poco tarde y, sin darme cuenta, me quedé dormida.
Cuando desperté había una hoguera encendida y era noche cerrada, afortunadamente no hacía mucho frío y la hoguera nos calentaba. Volvió a sonreirme con esa sonrisa abierta y franca que me embriagó y, mientras trajinaba entre sus cachivaches y sacaba algunas cosas de comer y beber, yo me dispuse a estudiar su rostro.
Tenía la piel muy curtida por el sol y unos ojos pequeños y tristes de un color oscuro, profundo e indeterminado y te miraban como si fueses lo único que existiera en el mundo, su aspecto era despreocupado, casi desaliñado y me deje encandilar por su presencia
Empezó a hablar despacio, como si me estuviese contando un secreto, y casi acariciándome con las palabras, poco a poco fue desgranando melodias, guiños e historias que me mantuvieron despierta toda la noche y poco a poco el miedo cedió el lugar al gozo, todo se tambaleo en el mágico baile de la vida y yo me acurruqué más cerca, entregada al relato, ávida por saborearlo y por conocerlo, apasionadamente, y la noche pasó como un suspiro.
Y con el primer albor del día cada uno seguimos nuestro camino..
Cuando me fui a poner la chaqueta no pude, con sorpresa descubrí que en la espalda me habían crecido unas alas. 

"Como una navaja,
partió al Amor en dos
el filo del alba"
Isabel Escudero

lunes, 10 de septiembre de 2018

Perdida en la noche


Era una mujer triste, surcada por las cicatrices de la vida había ido abandonando sus pasiones y acomodándose a lo que sus seres queridos esperaban o necesitaban de ella. Poco a poco se fue diluyendo en la cotidianeidad y sólo la satisfacción de las cosas bien hechas la hacía sentir algún atisbo de satisfacción.
Y se creyó que podría vivir siempre así, sin sobresaltos, sin pasiones que la llevasen más allá de las convecciones. 
Seguía siendo un poco oveja negra, un poco rebelde, un poco rara y caprichosa, lo justo para sobrevivir pero en lo esencial su vida estaba perfectamente fiscalizada. Y eso que no se había casado, no había bautizado a sus hijos, se negaba a que las instituciones decidiesen sobre su vida y no participaba en los eventos sociales o festivos cargados de hipocresia que montaban por doquier. Pero en el fondo sabía que la habían domesticado, que la vida deseante estaba lejos de ella, que las rejas las llevaba dentro y era ella sola la que no se permitía ser y sentir la vida en toda su intensidad. Porque esa intensidad la había cambiado por la seguridad, esa posibilidad de gozo mutó en certeza de saber lo que se tiene. Y la aridez y la esterilidad lo abarcaban todo. 
Afortunadamente siempre tuvo la literatura para escapar de la realidad, pero eso era todo.
Necesitaba que sucediese algo que la obligase a salir de esa cómoda muerte y salió a buscarlo.
Apenas recordaba los locales a los que iba en su juventud pero intento encontrarlos en el viejo barrio en el que fue tan feliz y estuvo tan viva. Las mariposas en el estomago se instalaron en el momento que puso un pie en las familiares y oscuras callejas. 
En el primer sitio que entró pidió un ron, tenía frío y el alcohol bajo por su garganta ardiendo y llevándose con él la ansiedad que le asfixiaba. Sonaba un jazz provocador y gamberro, y se sentía tan bien que se puso a bailarlo. Nadie se fijaba especialmente en ella y esto la hizo sentir bien. En las paredes del local había pinturas antiguas de cantantes de jazz, el local estaba sucio y muy destartalado, abarrotado de las cosas más dispares como su clientela pero todos los que allí bebían parecían encontrarse muy a gusto, como si nadie tuviese que justificarse de ser quien era. Eso le gustó, le hizo sentir cómoda, la reconcilió consigo misma.
Hubiese querido seguir caminando y descubriendo otros lugares y gentes pero se encontraba tan bien que pidió una cerveza y se acercó a una mujer que estaba sentada en la barra. Empezaron a hablar de cosas sin importancia y pronto se dió cuenta de cuanto tenían en común, de cuanto aliviaba descubrir que no era alguien raro y excentrico sino solo alguien que se atrevía a quejarse, a buscar, a perder, a mejorar, a cambiar, a rebelarse, a perseguir sus sueños y, al final de la noche, borrachas perdidas, juntas fueron al baño y con el pintalabios de ella se pintaron una gran sonrisa que las liberó de sus trisrejas.



"Ven, noche,
y borra los caminos:
¡Que no sepa yo por
dónde!"
Isabel Escudero