sábado, 24 de marzo de 2012

Bichos raros, anacronismos y desencuentros con la vida

Confinada en la defensa de su individualidad, en la terca decisión de ser ella misma, de no dejarse domesticar, había llegado a aquel mundo donde las prioridades eran la supervivencia pura y dura.
Cada mañana lanzaba sus libros por encima del muro del chupano donde dormía y luego saltaba al mundo para ir a clase. Cuando llegaba al instituto sus cascabeles, sus faldas largas y sus pies descalzos la delataban.
Caminaba por los largos pasillos acompañada del clin clin chivato de su postura sintiendo el abismo que la separaba del resto y a sabiendas de que había mucho más que les unía pero sin ser capaz de sortear la enorme distancia.
Solo la maestra de literatura intentaba reconocerla y visibilizar y dotar de sentido su pose, seguramente porque le parecía muy literaria.
Estar en la calle tenía cierto encanto que terminaba cuando la libertad aparente de no tener obligaciones llegaba a la boca del estomago reclamando comida o cuando el frío se instalaba en tus huesos y no había cartón ni portal capaz de protegerte de esa conquista. Entonces la humillada postura de la limosna tomaba forma y se imponía con la misma cotidianeidad que el rugido del estomago, desterrando otros desvarios.
Pero cuando por la noche se sentaba bajo una farola a "estudiar" y el abismo con su mundo más cercano se hacía insalvable, soñaba con otros mundos posibles y sentía el valor de su postura, la valentía con la que se mantenía lejos de la mediocridad y la manipulación. Entonces se acercaba a los demás "carrilanos" con los que compartía, al menos, la precariedad de la libertad y bebía un largo trago del calimocho más cercano sin pedir permiso, ni justificarse.

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