domingo, 18 de marzo de 2012

¿Tejiendo la vida o cultivando la muerte?

Me acerque al balcon donde mi madre pasaba la mayor parte del día.
Desde que vino del pueblo a vivir a casa era el único lugar donde se sentía tranquila, desde alli dominaba la calle, el parque y parte de las casas de enfrente y para ella era suficiente, esa ventana al mundo desde su sillon era lo único que necesitaba para pasar el rato.
Las voces de sus nietos y sus amigos le llegaban hasta alli atenuadas por la pared que la separaba del comedor donde se arremolinaban unos alrededor del ordenador peleando por el dominio del raton que una y otra vez acababa en manos de mi hijo, porque "por algo estaba en su casa"- se justificaba ante los amigos. Y los más pequeños ante la playstation con la que aprendían a leer casi directamente en inglés: "¡aprieta donde dice star!"- decía el pequeño de apenas cuatro años.
A la abuela le hubiese gustado contarles historias de cuando ella era pequeña pero no la tomaban en serio, cuando ella empezaba a hablar de lo que había trabajado con diez años primero la incredulidad y luego la sorpresa dejaban paso rápidamente a un abismo de incomprensión imposible de sortear, o al menos eso creía yo.
Ella intentaba ser útil remendando los calcetines de mis hijos y yo le decía que era demasiado trabajo para lo que valían nuevos, cuidaba las cosas como si fuesen tesoros y a mi me enfurecía ver como (pensaba yo) daba más importancia a las cosas que a las personas, "eres una aguafiestas" ("desmancha-plazeres"-el término portugues definía mejor lo que yo quería decir)-le decía yo cuando reñía a los chicos por su impetuosidad.
Habiamos intercambiado los papeles, yo era la que consentía y ella la abuela que debía velar por conservar todos esos valores tradicionales y esa cantidad de normas que hacían de la vida una obligación sistemática y pesada. Ya sería recompensada en el otro mundo.
A mi madre le habían enseñado que la vida, sobre todo para las mujeres, era una sucesión de obligaciones serviles de las que solo la muerte liberaba. No era capaz de disfrutar, ni de desear más que lo que le habían permitido y, aún eso, con moderación. Era triste ver la tristeza, el vacio de su vida cuando llega al fín y ya esas obligaciones no tienen sentido y dejan de ser posibles pero tampoco el placer y el disfrute tienen cabida porque las costumbres y la religión lo han destituido.
Yo intentaba que aprendiese a andar sola pero ella me repetía una y otra vez que ni sabía ni quería, que siempre la habían llevado a los sitios y yo sentía con horror su limitación forjada a lo largo de tantos años de sentirse incapaz.
Quería ver la vida, la idea que tenía de la vida, desde su ventana y sin estridencias y mientras los pocos años que le quedaban se arremolinaban entre la pelusa de un rincón en la soledad, la incomunicación y la calma enfermiza de una vida sin deseos y ni placer.



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